lunes, 31 de mayo de 2010

El Desecho

Su nombre era Alejandro. Días después de conocerlo lo comencé a frecuentar diariamente; encontraba a su pasmada personalidad muy adictiva. No me fastidiaba compartir las horas con él. No me encantaba; pero simplemente no podía dejar de hacerlo. Era como una compulsión.
Durante aquellos días de estío, a eso de las tres de la tarde, ambos acostumbrábamos atiborrarnos de suculentos alimentos; fuera en algún establecimiento o en una de nuestras dos casas. El letargo nos invadía después, así que dormíamos abrazados en la cama de cualquiera de los dos, uno detrás del otro; a manera de 'spoon'. Eso se convirtió en nuestro pequeño ritual.
A veces hacíamos reuniones nocturnas. No para hacer el amor tierna o apasionadamente, sino para ver películas saboreando y deglutiendo todo tipo de golosinas; a pesar de no tener hambre.
En ciertos momentos sentía el impulso de besarlo, tocarlo; lo deseaba y sabía que él a mí también. No sucedía nada ligado a esas pequeñas y débiles fantasías; pues ninguno tomaba la iniciativa. El mundo era de por sí lo suficientemente bello, brillante y placentero como para necesitar aventuras carnales. En cambio, engullíamos con ímpetu.
La delicia que representaba para mí observar sus tersos labios rosados abrirse de par en par para introducir algún alimento de cualquier índole y, a veces, derramar lustrosas gotitas de miel por las comisuras era incomparable a cualquier otro placer.
Los meses pasaron. El último día que observé su belleza fue en octubre; esplendoroso otoño. Sus rizos rubios bailaban con la brisa y sus ojos castaños se encogían formando una escalerilla de arruguitas en los extremos opuestos a los lagrimales. Estábamos de viaje, vacacionando en una pequeña casa provinciana que mis padres me heredaron en vida. Fuimos con un par de amigos más, así que optamos por guardar nuestro paraíso de ambrosía para nuestro deleite privado; para algún otro día que no pudiéramos ser descubiertos, porque de serlo hubiéramos tenido que compartir nuestro relleno.
Llegamos en la mañana. Transcurrieron las horas y llegó la noche. Decidimos sustituir los sólidos por alcohol. Bebimos hasta el hartazgo, inflamos nuestras barrigas de líquido; como solíamos hacer con la comida.
Entramos a nuestra alcoba correspondiente, donde nos aguardaban dos camas individuales. Alejandro y yo retozamos en la misma cama al principio. Luego, nos abrazamos como de costumbre; yo de espaldas y él con su grueso brazo asiendo mi pecho. No estoy segura del momento en el cual nos despojamos de nuestras ropas y se fundieron nuestros aromas a queso rancio, piel y sudor de virgen. Totalmente comprensible por el estado etílico; la lujuria hizo acto de presencia. Comenzamos haciendo 'caricias inocentes' -aún no entiendo el por qué del término- que pronto dejaron de ser inocentes, hasta el momento en el cual se culminó la vulgar penetración que al principio me hizo sentir dolor en los intestinos. Poco a poco se hizo placentera. Cerré los ojos y gocé.
Los abrí al sentir que él se había detenido y me horroricé con la sorpresa que me aguardaba: Era la metamorfosis de Alejandro; se trataba de una enorme pila de estiércol sobre mi cuerpo. La tersa textura de su piel había cambiado por una viscosidad que me incomodaba y la consistencia mórbida de su cuerpo por una semejante a la de la plastilina. El hedor casi me produjo un desmayo, pero pude huir de esa letrina con la reacción inmediata de correr y avisar a doña Rosaura, quien vomitó instantes después de verme bañada en color café.
Jamás lo volví a ver.

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